jueves, 27 de agosto de 2009

Al otro lado


Hay una regla en la artesanía del cine: la dirección por parte del guionista o viceversa, produce siempre los mejores resultados. Se sabe de parejas muy bien acopladas de director-productor, de actuación-dirección, de guionista-actor. No es del caso citarlas, pues son múltiples y explican el éxito de muchos de ellos y de ellas. Es menos visible ante el gran público la comprobación de la regla ya mencionada, pero esta es mucho más una norma con menos excepciones.

Fatih Akin, nacido en Hamburgo de ancestro turco, 36 años, ganó el premio en Cannes 2007 por este guión que, a su vez, dirigió. En los aspectos argumentales y en los formales escribe de manera muy interesante y sentimental. Luego se somete a seguir sus propias pautas de montaje narrativo, de profundidad y panorámica de sus planos de cámara, de la insistencia en sus semiprimeros planos, de ignorar los planos detalle, pues es la historia la que le interesa, de no realizar planos subjetivos pues no encuentra nada más que escritura objetiva, de no requerir planos, ni aéreos ni picados. Su color es simplemente llano y de regular calidad. No hay perspectivas. La edición imita nada más que al separador de las páginas de un libro. El mar simboliza una cercanía de dos lados, que en la realidad geográfica no se encuentran.

Esta falta de creatividad visual solo no se requería, y de eso se convence el espectador. Akin se respeta a sí mismo en su propio guión. El resultado es una historia que no pierde ritmo, que es absolutamente clara en su narrativa y aporta muchos elementos de comprensión a la contemporaneidad.

Alemania y Turquía, los dos países separados por la mitad de las naciones de Europa central y los estrechos del Bósforo y Dardanelos. Próximos a estar juntos en la Unión Europea, pero hay que esperar aún trece años. Cada uno con distancias culturales e ideológicas. Sus tiempos históricos se podrán encontrar aunque sus tiempos culturales puedan distar un siglo. Entre Estambul y Bremen. Entre el lenguaje radical y lo íconos de izquierda, que son aún de vanguardia en la pobreza, y la sociedad que los generó y los ha dejado un tanto atrás en sus costumbres.

Una película dividida en tres partes por la muerte. En Estambul, Nejat y su padre Ali, la prostituta Yeter, hacen una historia paralela a la de Ayten, la hija de Yeter, y de Lotte con su madre Susanne (la recordada Hanna Schygulla, única figura reconocible en este celuloide), en Bremen. Las dos historias están imbricada por contrarios destinos. Nejat profesor de sociología en Alemania, gracias a los esfuerzos de su padre, resulta librero en Estambul. Ayten, activista radical en Estambul carente de oportunidades de estudio, escapará a Bremen para toparse con Lotte. Dos muertes y dos presidios los relacionan y solo el público lo sabrá.

Neyat querrá darle educación a Ayten, sin conocerla, sin encontrarla infructuosamente, para resarcir la memoria de su padre vivo. Susanne tendrá oportunidad de hacerlo, para hacer honor a la memoria de su hija muerta. Neyat y Susanne se conocen sin saber lo cercano de su punto de unión.

Es la globalización, de geografías distantes, de amores cercanos, de oportunidades y de carencias, de uno de los países fundadores de la Unión Europea (1957) y de otro de los candidatos a la integración (2020). El activismo político de Ayten, que reclama esta apertura, se encuentra con la búsqueda de sensaciones de Lotte, quien ya la vive sin haberla deseado.

Alí y Susanne, los padres de uno y otra, son la representación de una generación que dió todo por sus hijos. Alí ofreció trabajo intenso en un país de atraso y Susanne vivió “paz y amor” en un país de libertades.

Hay un contraste en los resultados de estas dos vidas. Hay un contraste de culturas y de religiones. En el contexto globalizado el mundo es aún físicamente extenso. En el plano humano es ahora más cercano que antes. Se acercan en el amor igual, Se acercan en el sentimiento igual. Se distancian en oportunidades diferentes. Se encuentran en las desgracias comunes. Se hallarán en las alianzas transcontinentales, luego de que cada uno viva “en el lado del otro”.

París


¡Así es París! nunca nadie es feliz … nos quejamos… nos encanta. No saben lo afortunados que son, caminan, respiran, corren, discuten, llegan tarde …
Hay que ver esta interesante película francesa para descubrir quién piensa así. Cédric Klapisch, un director que solo ha artesanado tres películas, dirige este ejemplo de la “Crash” gringa de Paul Haggis la premiada 21 veces internacionalmente con eje en un guión alrededor de 20 vidas que se cruzan en Los Angeles policlasista, multiétnico y globalizado.
“París” pertenece a esa larga saga, de filmes que no solo reflexionan sobre los problemas de la globalización y su impacto en las individualidades, sino que buscan promocionar ciudades con ánimo turístico. Ejemplo reciente de ello es en Europa, “In Bruges”, de Martin McDonagh, con un elenco de altura que muestra todos los mayores atractivos de una bonita ciudad tras el disfraz de ficción y, para el turista, los diálogos con frases sugerentes.
París, es la globalización con sus problemáticas interraciales, migracionales y de retrospección sobre la vida para lograr la introspección depuradora. Es la promoción turística, con el sutil disimulo de las intenciones de cámara para mostrar la arquitectura destacable.
La historia de un bailarín parisino del Moulin Rouge, enfermo cardíaco esperando la llamada para acudir a un trasplante de salvación con 60% de probabilidad de fracaso, le da nuevo significado a su vida y reinterpretación a la vida de la ciudad.
El guión es diverso sin ser denso. No le falta capacidad de síntesis y ese es su principal logro. Es barroco como el mensaje que lleva, no saturará al público. Es intencionalmente fabricado, como un tour por la ciudad luz sin recurrir a la noche. La cámara escribe la mitad del texto. Las miradas hablan lo que los diálogos no incluyen.
París, la película, es multicultural, multiracial, con un enfoque politizado que es válido para cualquier crítica al discurrir vital de toda capital reconocida, lo cual la hace universal. También la ciudad, mezcla las clases sociales sin generar las fricciones revolucionarias que aportó a la historia mundial, es megalómana frente a toda otra representación nacional de cualquier país. Los parisinos se saben importantes en el escenario global.
El profesor de historia enseña reticencias y lugares comunes sobre los jardines de la ciudad, Es contratado para presentar un documental en el cual recae en Baudelaire, Balzac y los demás, se introduce, como otros tantas veces, en las catatumbas repletas de cráneos apilados, entre los cuales están sin identificar Moliere, Robespierre o Rabelais. Pero su preocupación es el sin sentido de su vida, el desamor ante la belleza joven. Finalmente llega la conquista mediante mensajes de texto celular sin ver la ligona infiel oculta tras su cara de ángel juvenil. Retoza su regresión adolescente y la ciudad es para él un recorrido para volver a la misma previa melancolía.
El hermano arquitecto exitoso, casado con preciosa mujer, es motivo de la buena envidia del historiador. E impulsa su asistencia al psicoanalista. Llora la muerte reciente del padre de ambos y recupera su balance emocional al recibir su primer hijo. La ciudad es de él, desde las alturas de sus proyectos en curso.
Los inmigrantes norafricanos añoran pasar el mediterráneo y convertir las postales recibidas en fotografías. La ciudad es para ellos un paisaje y una serie de oficinas de asistencia social. El amor es para ellos la familia desarraigada y el dolor de compatriotas náufragos.
La asistente social divorciada, Juliette Binoche, rumia sus cuarenta años y sus tres hijos, pero se aplica al cuidado de su hermano enfermo. Para ella la ciudad es mercados y colegios, de los cuales emergerá finalmente el amor.
Los merchants, plenos de testosterona, conocen de la dependencia de la ciudad en cuanto los alimentos de muchas nacionalidades. Las modelos de Christian Dior, recorren la pasarela como epicentro de la mirada mundial para la cual París es moda. El amor es para las modelos bajar unos escalones sociales y retozar con los briosos merchants en juerga.
Todos se quejan. Sienten que París se está convirtiendo en ciudad de ricos, que en cada esquina brota el horror a los extranjeros.
La simbología está en el río, el mítico Sena, la torre, la mítica Eiffel, el pan, el mítico baguette, el café, las míticas mesillas en las aceras. La bicicleta, reina de las ecológicas ciclorutas, está siendo sustituída por la moto oriental. La globalización en las postales del río y la torre, que “llegan de fuera”, en la inmigrante que se emplea con la regañona panadera de baguettes, en los enormes embalajes de fruta y verdura del tercer mundo.
La propietaria de panadería, la trabajadora social, el arquitecto, un vagabundo requiriendo subsidios, el historiador enfrentado a la madurez solitaria, las modelos de Dior, los inmigrantes ilegales norafricanos, el profesor de natación de Camerún, la estudiante que expresa su amor con libertad francesa, todos se topan en las calles sin conocerse entre sí.
El amor es epicentro en la capital francesa de la cultura latina ampliamente reconocida. El amor de tío, el amor de excompañero de clase, el amor de hermanos, el amor casual, el amor no realizado, el amor divorciado, el amor joven y el amor viejo.
Las alturas son protagónicas. La Eiffel soberbia, las obras del arquitecto, las ventanas elegantes del historiador, la azotea vacía desde la cual lanzar unas cenizas al viento de la ciudad.
¿Cuál es el fundamento en el enfoque visual a París? ¿Cuál es la preocupación central de todo el “crew” y de todo el “casting”, de todo el equipo de producción de “París”? La migración.
La emigración y la inmigración, los dos flujos del sistema globalizado de problemas que van y vienen, de socialización de carencias del tercer milenio. La muerte: va cabalgando en los años viejos, va en moto, va en barcaza ilegal, va en taxi. El bailarín quiere asistir sin compañía a su cirugía y su referente de vida y de historia arquitectónica es pasar de largo por el frontis del Pére Lachaise.

La Elegida


Ben Kinsley (Oscar 1983, en Gandhi) quien cumple 66 este diciembre de 2009 y Penélope Cruz (Oscar reparto 2009, en Vicky Cristina Barcelona), quien cumplirá 36 el próximo abril de 2010, se interpretan y viven esa misma distancia generacional en el filme de título equívoco La Elegida.
“Elegy”, significaría una métrica poética, pero se le entiende como una serie de versos de profunda pena sobre la muerte de alguien, el amigo, la amante quizás … Insinuar que hay una elección por parte del profesor de arte David Kepesh, judío separado, cazador de jovencitas bajo la disculpa de que, luego de una fiesta de despedida de curso, ya no son sus alumnas, no cuaja en el título amañado. Tampoco es elegida Consuela Castillo, quien se parece a la maja de Goya en sus ojos españoles y en su pose de senos para el lente aficionado del “sabio” amante. George O´Hern (Dennis Hopper, 158 filmes en 55 años desde Rebelde sin causa) es el poeta y compañero de squash de David, y quien se atreve aconsejar una serie de cartabones de conducta y desamor rutinario que son posiblemente la causa misma de su fallo cardiaco final, momento en el cual no sabrá si amó más a su amigo que a su compañera de toda la vida.
Caroline (Patricia Clarkson), es la cincuentona, amante única por dos décadas, “una entre un millón de mujeres que tienen sexo sin pedir nada a cambio”.
Isabel Coixet, dirige basada en el libro de Phillipe Roth “El animal moribundo”y comprueba una vez más su antigua preocupación por estos temas pues tiene en su haber My Life Without Me (2003), A los que aman (1998), Cosas que nunca te dije (1996), Demasiado viejo para morir joven (1989), entre sus otras doce películas como directora – escritora.
Keppesh seduce a Consuela, cubano – americana, y conoce de ella que ha tenido pocas, inocentes pero aberrantes relaciones lo cual hace surgir peligrosos celos otoñales y una filosofía personal de su entrada a la vejez. O´Hern, se hace conforme y temeroso de aventurarse en la retoma de sus lides juveniles y Caroline ahora es consciente de que ya no está ejerciendo igual atracción que cuando era joven.
La “elegía” es quizá un mensaje triste, posiblemente algo poético, sobre la lucha interna entre la conciencia de la pérdida de la belleza y del amor que traen los años y la lascivia y carnalidad que buscan rechazar esta cruel e ineludible verdad de las edades avanzadas.
Consuela encuentra que el destino, dolorosamente, le da la oportunidad de equilibrar con pérdida de belleza la inmadurez amorosa de quien le dobla en años. Esta elegía es por los años jóvenes que se van y los deseos que permanecen, por el amigo que se fue y por los años perdidos por un padre ante un hijo envuelto en problemas similares, por el vacio que produce el sexo sin amor, por los libros que ya publicados no significan igual. Esta elegía la escribe David.
La puesta en escena es formal. Lin MacDonald ha participado en tanto film diverso que opta por la convención: teclados bellos de piano, cuadros con pequeñas figuras artísticas famosas, estanterías de libros repartidas en el apartamento ordenado del judío melancólico que mira a través de las ventanas, autos nuevos, paseos por el central Park, salones de clase espaciosos y bien iluminados, cuerpos conservados por el ejercicio, restaurantes elegantes, alto nivel de vida.
La música seleccionada por Marc Artís Garcia, Christy Carew, Angie Rubin es de José Ayala, Bach, Beethoven, Leonard Cohen, Al Lerner, José Sabre Marroquin, Arvo Part, Richter, Erik Satie, Cecile Schott, Scott Senn, Gecko Turner, en 17 temas por 6 intérpretes y responsables de la selección, de los cuales dos son originales (Artis García y Gecko Turner), es sutil casi imperceptible, con excepción obvia de la sonoridad cubana en la fiesta a la cual el viejo enamorado no quiso asistir causando una larga ruptura.
Los grandes grupos de puesta en escena y selección musical, algo no usual en la industria, y la elevada participación femenina y francesa en aspectos técnicos demuestran un énfasis formal que es, posiblemente, el factor inocuo de esta película. La limpieza, la factura perfecta, restan a la melancolía buscada para dar soporte a la elegía visual que no entristece tanto como se desearía, ni da el tono buscado ante el advenimiento de la vejez de todos, la muerte del poeta y la enfermedad de la estudiante, en ese mismo orden y sin mayor reflexión final.