miércoles, 12 de marzo de 2014

300 EL NACIMIENTO DE UN IMPERIO (300 RISE OF AN EMPIRE)

Las civilizaciones de la antigüedad han despertado siempre un cariño de novela, puesto de moda velos o peinados, popularizado icónicos héroes sobrenaturales y sentado fuertes bases teóricas en la política y la ideología. En el cine han sido recurrentes las películas “robe”, los temas de “gladio” y las mitologías grecorromanas. Se salta de prehistoria a historia, o de ficción mitológica a realidad bélica, sin distinción. Pero, en general, siguen siendo una fuente inagotable de representación teatral y cinematográfica. “300” impactó en el 2006 con la puesta en escena de la heroica defensa de las Termópilas por parte de Leónidas el espartano. Las enormes licencias históricas fueron aceptadas por el público mundial gracias a la excelente e innovadora versión de los cómic de Frank Miller con la coloratura de su esposa, en ese entonces, Lynn Varley. Esta producción de “bodega” y fondo verde, plena de efectos de posproducción digitalizada, costó US$65 millones y recaudó US$456 bien merecidos. Pero, “300 rise…” que costó US$120 millones no superará esta taquilla pues tendría que recaudar unos US$900.
Como Kevin Noonan ha titulado su artículo en “The Observer” se trata más bien de “300: la caída de una franquicia”. Solo le impulsan las expectativas, pero el “voz a voz” la afectarán. ¿Cuáles son los posibles errores? Posiblemente, el quizá erróneo colorido de la película, que es influido por el diseño y producción de su actual esposa Deborah. Posiblemente, haber delegado la dirección de la película en el cuasidesconocido Noam Murro (“Smart people”). Posiblemente, por su protagonista Sullivan Stapleton haciendo el Temísticles central sin mayor carisma que el de un SEAL o un boina verde de los Estados Unidos. Posiblemente, también por el exceso de luchas con sonido metálico. Aunque la alianza de polis griegas contra el Imperio Persa en el 480 a.C. en Salamina, al mando de Artemisia (Eva Green) y a órdenes de Jerjes I (Rodrigo Santoro), es una buena veta de emociones, del lado persa no hay la fuerza actoral necesaria. De la primera guerra Médica se traen referentes de Darío I y la Batalla de Maratón. De la segunda guerra médica se hace referencia a la precuela de la película, es decir a la Batalla de las Termópilas en que los persas vencieron a espartanos y se toma el punto central de la Batalla de Salamina en que la alianza de varias ciudades organizadas por Atenas derrota a Persia. Pero, tanto la exitosa precuela como “300 rise…” no son un documento histórico plenamente verídico. En lo histórico, la democracia griega no existía y, en lo costumbrista, los persas no vestían nada parecido a lo que el filme muestra como africano. Posiblemente, no le sea exigible menos iconoclastia histórica a ambos filmes, pero en “300 Rise…” no debieron romper con la estética de su antecesora y pudieran haber cuidado mejor de la iconografía que esa precuela logró para el fantástico mundo del cine.

EL PRINCIPE IGOR

Los cuatro actos y prólogo originales de Alexander Borodin, inconclusos en 1887, y luego finalizados por Nikolái Rimski-Kórsakov con obertura de Alexander Glazunov, se convirtieron en una versión libre de Dmitri Tcherniakov y el director italiano Gianandrea Noseda (para una orquesta de solo unos 30 músicos) en 2014. Aunque Borodin era químico con el hobbie de músico, ello no le quita mérito a su drama clásico sobre una historia acaecida en el siglo XII. Pero, no en busca de un juego de palabras, se puede preguntar acerca de si lo escrito en el siglo XIX explica la anacronía de esta obra, debida a sus 125 años. O si la mediocridad de la actual versión para el Metropolitan Opera y presentada en diferido en Colombia, se debe a su diacronía a través del tiempo, reflejada en la “creativa versión” de Tcherniakov. O si es la sincronía incomprensible que habría en un drama del XII, realizado a final del XIX y a ojos del espectador del XXI.
Todos los espectadores, iniciados o no en estos temas, saben de la usual belleza de oberturas y arias de las grandilocuencias musicales consideradas clásicas, pero también de la necesaria complacencia y paciencia con los recitativos, a través de los cuales sus autores, no siendo literatos expertos, introdujeron reiterativas frases para estructurar argumentos realmente simples desde la perspectiva contemporánea. En este caso, solo las populares “marchas polovtsianas” del acto II, tantas veces escuchadas y admiradas, o su clamoroso “finale”, podrían oírse juntas en unos 20 minutos, con todo respeto, que poco justifican ante el público común de hoy esa larga versión de 270 minutos, que incluyó entrevistas en inglés. En una de ellas, Tcherniakov explica su enfoque creativo de manera ingenua: vestuario contemporáneo de corbata, mezclado con vestimentas del ejército ruso del 1800, un campo de amapolas que rutiniza la retina, un ballet moderno para bailar las polovtsianas en el mismo campo, unos soldados que esgrimen revólveres mientras el diálogo cantado habla de flechas, entre otras tonterías de una poco diestra puesta en escena. Pero esas libertades, que parecerían lícitas, no llevan la obra al gusto del público actual que es, según Tcherniakov, su intención. El director desfigura, desconfigura e irrespeta la única obra de Borodin con sus diletancias “artísticas” y aburre.