Las transferencias y el orden fiscal tienen hoy un relación común, según el gobierno. Mantener las proporciones de aumento que contenía la Constitución en 1991 se convirtió en una asignación fija que no asegura la optimización en el uso de los recursos ni ha significado un esfuerzo fiscal por parte de las territorialidades en el camino de su autonomía con recursos propios. En la experiencia de veinte años el resultado ha sido mejor para municipios que para gobernaciones, pues mientras lo primeros duplicaron en promedio su capacidad de generar recursos de tributación, los departamentos mantuvieron alta dependencia de las asignaciones centrales.
En general, sin embargo, el esquema descentralizador ha significado un cambio estructural, importante para el país que, con base en los necesarios ajustes, ha de llevar en el largo a la independencia de las regiones respecto a las influencias presupuestales y politiqueras derivadas de la Nación y sus situados y transferencias.
La del 2001 fue una reforma necesaria que ordenó algunos de los aspectos que fallaron en 1991 como eran la falta de indicadores de gestión que permitieran el seguimiento de resultados y la orientación de incentivos acompañada de la mejor distribución de los recursos centrales en acuerdo con el comportamiento que fueran mostrando los índices de calidad de vida y crecimiento poblacional en departamentos y municipios.
Pero, lo incierto de la reforma propuesta y en curso actual dentro del Congreso reside en que si bien es loable el espíritu antidéficit que defiende, puede estar relacionada con el presidencialismo y la concentración de poder que ha sido significado la favorabilidad de imagen del mandatario actual y que bien pudiera convertirse en un sistema de "auxilios" del Ejecutivo canalizables a través de los exitosos pero clientelistas concejos comunitarios, mediáticos y proveedores de gobernabilidad presidencial, pero desinstitucionalizadores de las funciones de todos los demás poderes del Estado.