sábado, 24 de mayo de 2014
LA GRAN BELLEZA (LA GRANDE BELLEZZA)
Este film ganador del año 2013 en Oscares, Globos y Baftas, lo que la hace película del año, ha sido dirigida por joven Paolo Sorrentino (43), el mismo escritor/director de ese oscuro, pero documental y dramatizado asunto biográfico sobre Giulio Andreotti (“Il Divo”), siete veces primer ministro italiano durante 45 años de la vida política de ese país. Sorrentino es el alter ego de la Roma actual y decadente, como lo fue en su momento Federico Fellini. En “La gran belleza”, el personaje de Jep Gambardella (Toni Servillo, actor de 5 de las 7 películas de Sorrentino) es un literato de opera prima, y nada más. Vive del éxito en su pasado y no se siente capaz ni sensible de haber encontrado “la gran belleza” para despertar su musa y continuar escribiendo algo más que es primera novela. De alguna forma, Jep es consciente de la mediocridad de su entorno social y de la mediatez interpuesta entre él y su siguiente e imaginaria obra.
Jep es un hombre de mundo, un vividor y mujeriego, de suaves maneras y aparente pensamiento profundo. Le conocen todos en Roma y el mismo conoce a todos lo que importan de fuera y dentro de la ciudad e Italia. Acaba de cumplir sus 65 años, le agotan el hastío y la falta de luces que incentiven su siguiente creación. Y siente pena y frustración por el estado de la sociedad que es igual que el de su propia interioridad.
¿Qué es lo que tiene de genial Sorrentino? Que este napolitano sabe de las mediocridades de la Ciudad Eterna y las traslada a su Giulio Andreotti, en “Il Divo” y a su Jep, en “La grande bellezza”. Jep observa a políticos, empresarios, funcionarios, divas, prostitutas, religiosos y mafiosos, artistas y celebridades, en general, como una forma de “scope” de la clase alta italiana y su desidia infantil. Pasea a sus amantes, las utiliza y uno de los periplos es el de hacerse a las llaves, para paseos en pareja, de mansiones, sus pasadizos y salones, las bibliotecas, los jardines plenos de obras de arte, dentro de los antiguos palacios de residencia de las privilegiadas familias nobles. El simbolismo es claro: riqueza artística admirada por el mundo a través de siglos, producida por generaciones centenarias, pertenecientes a una cohorte actual de bellos y no tan hermosos, de sofisticados y cultos, pero inútiles seres humanos. Este cuadro, junto con el dibujado en su filme sobre “Il Divo”, podría extenderse como un paisaje de gran parte de la Europa contemporánea. De ese primer mundo, en el cual se concentra la historia universal en un territorio poco más del doble que el colombiano, que vive de sus recuerdos, que vende sus postales en forma de turismo como única industria permanente, que es añorada por el viajante internacional, pero que ha cometido todos los errores políticos imaginables. Una Europa central dormida en sus laureles de antaño, con una población incapaz de continuar con la genialidad de los siglos pasados y atenida a las finanzas y los productos de Alemania y Francia, contando, como Jep, con el recuerdo de una sola obra, mirando la soledad mediocre en derredor y sin hallar “la gran belleza” que le ayude a salir de la gran crisis general en que se encuentra.
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