domingo, 3 de agosto de 2014

EL GRAN HOTEL BUDAPEST (THE GRAND BUDAPEST HOTEL)

Wes Anderson es un estadinense de mente europea e imaginación inglesa que se ha propuesto ser un Peter Pan desde los 27 y lo ha logrado hasta sus actuales 45 años. Se gasta un presupuesto relativamente pequeño de US$31 millones para recrear la iconografía vienesa de Stefan Sweig, ese escritor de cuya obra se han realizado unas nueve películas, aunque siempre alrededor de su famosa “Carta de una desconocida” (1927). Lo que toma Wes de Sweig es su época de entreguerras en la cual se da fermento al nazismo en una sociedad europea que, caracterizada por su imán turístico de siempre, tiene en los hoteles unos escenarios en los cuales se logra encontrar personajes de toda categoría, con historias muy diversas, convertidos en un paisaje humano del cual son títeres de sus propias vidas. Esto influye en Wes, quien malamente ha sido comparado con Scorsese por el hecho de egresar de esa academia, pero con quien no tiene similitudes, a no ser de su acostumbrado mix de roles.
Wes es un niño que juega con el “Lego” de la tecnología primaria del cine. Escribe sobre grupos de personas en aparente desorden y con un crimen de por medio, arma su construcción mental con fotogramas, muñequería de stop motion, escenarios maqueta, actores en fondo verde y traslape de imágenes. El mundo de Wes Anderson no existe en campo abierto y ni siquiera en interiores. Se vale de un gran salón para convertirlo en aparente edificio maquillando con pegatina en el piso unas alfombras inexistentes y de un frontis cualquiera disfrazado de “dry wall” para algunas escenas de grandilocuencia exterior. Para lo demás, Wes se convierte en un Tim Burton de objetos planos. Sobre un cartón superpone trozos de teleféricos en cartulina entre los cuales interpone dibujos. Sobre la vista horizontal de la fotografía aérea de un bosque coloca un dibujo del frente vertical de su hotel. Los actores le siguen el juego pacientemente.
Y es que sus elencos le apoyan en sus ocho sueños fílmicos hasta hoy realizados. Tres de los cuales “The Royal Tenenbaums” (2001), “Fantastic Mr. Fox” (2009) y “Moonrise Kingdom” (2012) han sido poco reconocidos en taquilla y algo en galardones. En esta oportunidad repiten Bill Murray (ha participado en 7 de 8 películas), Owen Wilson (con quien ha coescrito unos tres guiones, nominado al Oscar por los “… Tenenbaums”), Adrien Brody, Jason Schwartzman y Willem Dafoe. La otra decena de figuras de cartel aportan al poster vendedor mediando con su trabajo de muñecos de la escenografía. Anderson, a quien la cercanía de Angélica Houston o Roman Coppola lo han adentrado en terrenos de la producción fílmica, presenta un cine que no es culturalmente americano. De hecho más de la mitad de sus castings recogen actores europeos y sus atmósferas son el viejo mundo. Con un enfático tono inglés produce con compañía y actores de ascendencia guatemalteca o americana que simulan ser de la India.
A esa simbiosis de juquetero y escritor, Wes agrega los característicos movimientos de cámara de su siempre acompañante Robert Yeoman. El encuadre es 4:3 si se trata de un flashback y 16:9 si es una escena más cercana en el tiempo. Hipnotiza un poco con la estética simétrica en combinación con un juego de lente de fotografía: usa filtros para sus tonos ocres, abre y cierra el objetivo constantemente para mantener el centro de la pantalla. La acción no es rápida sino sorpresiva: sale de arriba-abajo, de abajo-arriba, del centro a izquierda o a derecha. Las escenas pasan de un lado a otro y se regresan. Las imágenes actorales se acercan rápidamente de lejos o se achican aceleradamente hasta convertir en dibujillos, con lo cual da la impresión de exteriorizar siempre, pero sin pasar de la mesa del dibujante. Wes Anderson no está apegado a los efectos especiales de última generación sino a las mentiras visuales del cómic y de los cambios en bastidores y pequeñas poleas dentro de maquetas engañosas. En Anderson todo es utilería y lentes de cámara manejados como "fotofijas que se mueven”, para dar vida a una iconoclasta mirada literaria de los inicios del siglo veinte. Es más un artesano, pero sus títeres le entienden otorgándole una característica y buena dirección de actores. Por lo demás, el manejo de extras semeja estrategias de guerra con soldaditos de plomo en una mesa llena de imaginación, en un producto que es un todo de interesante anacronía.