Por Alfonso Zamudio
Estaba allí frente a él… magnífica y firme. Sus carnes eran un manjar de dioses, vibrante, tibio, agitado y moldeable a cada contacto de sus dedos. Acompañaba a sus caricias con pequeños gemiditos suplicantes que indicaban hacia donde ir en el camino celestial del placer. Un leve toque en la parte anterior de sus muslos era obedecido volteando todo su cuerpo dispuesto a asumir posiciones que en cualquier circunstancia diferente serían indignas, penosas, asquerosas e inadmisibles. El vello de apariencia puber, las zonas oscuras de los intersticios corporales, las arruguillas humanas no sentidas por mano diferente a la suya propia eran ahora objeto de curiosidad insaciable e irrespetuosa. Se trataba de vejar, de aprovechar la imposibilidad de rubores, de someter con los latigazos de la lascivia a las apariencias adquiridas con la etiqueta, la cultura, la decencia. Se trataba de penetrar oquedades, fisuras, zonas inexploradas, de rozar suave y de presionar fuerte, de obedecer al síntomático timbre de sus jadeos y de sus murmullos apenas intelegibles pero claramente indicadores del paso a seguir. Darían todo lo que tienen por la continuidad eterna del momento, aún siendo observados en público pues el vestido del letargo interno saldría a su exterior cubriéndolos de todo mal y peligro ante el mundo. Ambos cuerpos se sentían plenamente sanos, inmortales y supremos en el contacto mutuo. Cada cabello era adorable, cada superficie de su epidermis perfecta. No había olores ni rugosidades, no había impedimentos ni dolores. Los arcángeles de la bondad y la maldad se situaban al pie de su cama para observar en consenso y Dios estaba presente librándolos con su mirada cómplice de cualquier pecado cometido. Las salivas eran manjares y los sudores perfumes. Las auras juntas transmitían pensamientos y sentires en un solo apego metafísico que traducía leves incomodidades de postura y sutiles dolorcillos anatómicos en avisos de alerta para que todo continúe asi, igual e interminable. En un ejercicio aeróbico único ambos cuerpos estaban a prueba de muerte. Las arterias y miocardios debían resistir la presión que sobreviniera, no importaba. Si de morir se tratara, los amantes están dispuestos a la entrega final. Dispondrían sus restos físicos al escarnio de la sociedad y a la crítica maliciosa sin importar el oprobio de las generaciones venideras. Exhalar un último suspiro de placer y desnudez no importaría en este escenario irremplazable de partida final.