miércoles, 12 de marzo de 2014

EL PRINCIPE IGOR

Los cuatro actos y prólogo originales de Alexander Borodin, inconclusos en 1887, y luego finalizados por Nikolái Rimski-Kórsakov con obertura de Alexander Glazunov, se convirtieron en una versión libre de Dmitri Tcherniakov y el director italiano Gianandrea Noseda (para una orquesta de solo unos 30 músicos) en 2014. Aunque Borodin era químico con el hobbie de músico, ello no le quita mérito a su drama clásico sobre una historia acaecida en el siglo XII. Pero, no en busca de un juego de palabras, se puede preguntar acerca de si lo escrito en el siglo XIX explica la anacronía de esta obra, debida a sus 125 años. O si la mediocridad de la actual versión para el Metropolitan Opera y presentada en diferido en Colombia, se debe a su diacronía a través del tiempo, reflejada en la “creativa versión” de Tcherniakov. O si es la sincronía incomprensible que habría en un drama del XII, realizado a final del XIX y a ojos del espectador del XXI.
Todos los espectadores, iniciados o no en estos temas, saben de la usual belleza de oberturas y arias de las grandilocuencias musicales consideradas clásicas, pero también de la necesaria complacencia y paciencia con los recitativos, a través de los cuales sus autores, no siendo literatos expertos, introdujeron reiterativas frases para estructurar argumentos realmente simples desde la perspectiva contemporánea. En este caso, solo las populares “marchas polovtsianas” del acto II, tantas veces escuchadas y admiradas, o su clamoroso “finale”, podrían oírse juntas en unos 20 minutos, con todo respeto, que poco justifican ante el público común de hoy esa larga versión de 270 minutos, que incluyó entrevistas en inglés. En una de ellas, Tcherniakov explica su enfoque creativo de manera ingenua: vestuario contemporáneo de corbata, mezclado con vestimentas del ejército ruso del 1800, un campo de amapolas que rutiniza la retina, un ballet moderno para bailar las polovtsianas en el mismo campo, unos soldados que esgrimen revólveres mientras el diálogo cantado habla de flechas, entre otras tonterías de una poco diestra puesta en escena. Pero esas libertades, que parecerían lícitas, no llevan la obra al gusto del público actual que es, según Tcherniakov, su intención. El director desfigura, desconfigura e irrespeta la única obra de Borodin con sus diletancias “artísticas” y aburre.