En Colombia actualmente se encuentran en pugna electoral de carácter democrático nueve candidatos, entre ellos una mujer, de quien esta es ya su tercera campaña por el solio de Bolívar.
La actual es la más democrática de las competencias por la Presidencia de la República que el país ha vivido. Hay para escoger allí entre líderes provenientes de todas las clases sociales y todas las tendencias políticas de izquierda, centro y derecha. Lejos quedaron los tiempos en que dos partidos tradicionales impedían el concurso de las terceras fuerzas en aparición. Fuente de grandes males fue el juego político restringido, que no la etapa denominada del Frente Nacional necesaria para frenar una época de violencia interpartidista.
Hoy uno de los grandes aportes de la constitución vigente es su contenido electoral. Han variado de manera conveniente las reglas para movimientos políticos nuevos y partidos antiguos. La participación democrática es un concepto incipiente aún, pero superior a la prevalencia omnímoda de la democracia representativa.
No obstante, el país no ha aprendido a respetar el balance de poderes, o sistema de pesos y contrapesos. Los ciudadanos confunden aún la Presidencia en la rama ejecutiva como el centro del Estado. Magnifican erróneamente los alcances del poder presidencial en la gestación de leyes y minimizan el papel desempeñado por el legislativo. Muchas de las críticas y prejuicios frente al Congreso se basan en el desconocimiento del derecho representativo que tienen todos los sectores sociales, incluyendo algunos categorizados como antidemocráticos, a pertenecer a este cuerpo colegiado.
Gran parte del país desconoce que el Ministerio Público no hace parte de la rama judicial e ignora que la Procuraduría tiene jurisdicción solo en el ámbito del funcionario público.
La opinión no cree a ciencia cierta que un eventual Ministerio de Justicia y otro de Gobierno, un retorno atrás de la actual conjunción del Ministerio del Interior y de Justicia, es una reorganización de tipo administrativo, que poco tendría de solución a los problemas de la justicia en el país. Por otra parte, en general, se cree que la rama judicial obedece mandatos del legislativo y, aún más equívocamente, del poder ejecutivo.
Estos errores de criterio acerca de la organización del Estado colombiano provienen de la ambigüedad verbal de los juristas y de la tendenciosa conducta de los Presidentes de la República.
La cooptación como mecanismo de elección de magistrados al interior de las Cortes, es interferida, legalmente hay que recordar, por la existencia del derecho del Presidente de la República, la Corte Suprema y el Consejo Superior, en la terna para Corte Constitucional; o en el caso de la elección de Fiscal, la terna propuesta por el Presidente y de la cual elige la Corte Suprema. La rama judicial está fuera del alcance del voto popular y ello induce a una intuición errónea acerca de que a través del ejecutivo se ejerce el poder del votante, o constituyente primario, en la gestión y sobre la autonomía de la rama de la justicia.
Además, a esta malinterpretación de los poderes en el Estado democrático y de derecho, y de su alcance funcional, se agrega la malformación electoral que consiste en la creación por generación espontánea de movimientos políticos que, de inmediato, candidatizan a algunos de sus miembros a los cargos de elección popular. De tal forma, la meritocracia política apoyada en una alta formación para las decisiones de Estado o en el ascenso por liderazgo natural al interior de estructuras partidistas maduras, ya no actúa como mecanismo de depuración que guíe al elector raso en su decisión democrática.
Es así como el abanico de candidaturas se compone tanto de buenos prospectos como de regulares elementos, en una coyuntura social en la que el contacto directo con el pueblo está muy restringido por la inseguridad prevaleciente, los obstáculos a la manifestación masiva y la debilidad de convocatoria que tienen los diferentes movimientos y partidos. Los líderes de turno ya no son dechados de elocuencia, ni eficientes en argumentación o expertos en discusión. Muchos de ellos se lanzan a la palestra con un barniz de buenos deseos, lejano del conocimiento y dominio de las estructuras, funciones y procedimientos políticos, estatales y de gobierno.
Por todo ello, el país se enfrenta a la disquisición de elegir entre aceptables exfuncionarios públicos, interesantes parlamentarios y poco conocidos líderes comunitarios. Hay factores intervinientes como el instinto de rechazo a gobiernos previos, el eterno temor a la incoherencia de ciertas posiciones radicalistas, la frustración frente a las huestes partidistas tradicionales, el menosprecio a los muy recientes movimientos políticos o la reciente memoria de exabruptos presidenciales. El pueblo podría preferir cualquier cosa, por equívoca o equivocada que sea, ante la posibilidad de volver a observar el irrespeto a las instituciones de justicia, la deslealtad ilegal frente a la oposición democrática, la manipulación de los órganos de control, la inoperancia de las superintendencias, la elevada composición de extrema derecha en las dos cámaras del Congreso, la malversación del presupuesto público, la violación al derecho internacional público, al derecho internacional humanitario y a los derechos humanos, o las posiciones de subordinación o de soberbia frente a otras naciones. Las políticas de Seguridad Democrática, más convenientes al poder tradicional, no se acompañan de las políticas sociales requeridas en un ambiente de relativo apaciguamiento del conflicto interno y de crisis económica globalizada.
Siendo así, el pueblo tomará las cartas a disposición, a falta de otras mejores, y con un gesto de jugador de póker, creerá haber jugado la mejor mano posible para vivir otros cuatro años de malogradas decisiones de Estado, infructuosas intenciones de cambio y reiteración de las crónicas vicisitudes de la sociedad civil.